viernes, 2 de octubre de 2009

Otra sesión de miércoles.

Cuando me estiré en el diván sabía perfectamente de que iba a hablar ese día y no tenía ningunas ganas de sacar el tema. A parte de que tenía una laguna negra en mi cabeza a consecuencia de una botella y media de vino que no me permitía acordarme de todo con nitidez.
Pero como no tengo otra cosa que decir, mejor eso que desperdiciar una hora de sesión.

Mi psicólogo, entre una sonrisa irónica y mirada de curiosidad, me intentó leer mi expresión.

—Por tu cara veo que no ha ido muy bien. ¿No?

Y la verdad era que no. No fue bien y yo ya me lo esperaba.
Qué se puede esperar de una cita de estas que te busca una amiga. O quizá sea yo, quizá ya no sea capaz de mantener ningún tipo de relación con una persona normal, o de ninguna clase.

Cuando le abrí la puerta de mi casa aquel sábado supe de antemano que la situación estaba complicada.
Tenía ante mí a un tipo vestido con pantalones de lana i una americana de cuadros marrones. Pero lo que casi hace que me atragante con mi propio grito retenido fue cuando veo que lleva corbata.
¿Quién lleva corbata hoy en día para salir una noche a cenar? Todas esas especies en extinción las conoce mi queridísima amiga y Celestina.
Llevaba el pelo peinado con la raya en medio y con un efecto mojado que me recordó a Cary Grant, pero sin ser él, por supuesto.
Y detrás de unas gafas con cristales de culo de botella se escondían unos ojos pequeños y tímidos que no paraban de moverse alrededor de mí.
La primera sensación fue salir corriendo, pero como persona educada y por miedo a las reprimendas de Laura, cogí aire y me presenté con dos besos, como Dios manda.
Él me tendió una maceta con unas flores pequeñas y de color indescriptible informándome que eran buenas para ahuyentar insectos.
Supongo que podría habérmelo tomado por algo muy original sustituir el ramo de rosas por una maceta pero en ese momento no podía pensar en nada más que en que se acabara aquella noche.

Una vez en el restaurante fue difícil romper el hielo. Después de 25 minutos, y comprobar que no ponía mucho de su parte, no tenía nada más que decir así que empecé por pedir mi primera botella de vino.
Y tuve que bebérmela entera yo solita ya que volvió a sorprenderme cuando pidió un agua con gas para él.

—Yo nunca bebo —me dijo mirando mi copa y con tono acusador.

Mi padre me dijo una vez que mejor no fiarse de la gente que no bebe.
Durante el segundo plato encontré el tema perfecto para que él hablara sin necesitar de mí y yo podía ir bebiendo sin apenas escucharle.
Me contó que en la revista llevaba el tema de las enfermedades y alergias y maneras naturales para combatirlas o remediarlas.
Me regaló unas primeras clases de la nocividad de muchos componentes y conservantes de casi un 70% ciento de los alimentos.

Bien. Ya en los postres, acompañaba mi tiramisú con la tercera copa de la segunda botella de vino que no compartí con nadie.

Entonces empezó todo. Mi cabeza rodaba por el restaurante, mi visión era borrosa, no atinaba en meter la cuchara en la boca y no era capaz de hablar sin tartamudear o reírme de mi misma sin lógica alguna.
El tiramisú, que tampoco era ninguna maravilla, bailaba jotas en mi estomago y el hombre sentado ante mi se dio cuenta de todo.
Intenté ir al baño de una forma digna y sin tropezar con mis tacones de diez centímetros que me ponía en poquísimas ocasiones. Ni el agua helada que me bañó la cara y la mitad del cuerpo consiguió ayudarme.
Un sudor frío me resbalaba por la espalda, más que por la borrachera en sí por el miedo a perder la razón en cualquier momento.
Volví a la mesa con una mínima sonrisa que intentaba disimular mi estado y disculparlo, pero mis reflejos dejaban mucho que desear cuando se bañaban en alcohol, así que me senté demasiado al filo de la silla y caí de culo al suelo arrastrando una parte del mantel conmigo y rompiendo una copa de cristal.
Mi nuevo amigo, rojo por la vergüenza ajena, se levanto de repente y alzándome por un brazo pidió la cuenta.

Supongo que puedo estar contenta que al menos me acompañara a casa, después de todo. O eso creo, ya que me desperté en mi sofá sana y salva pero con un gran dolor de cabeza y unos martilleos en mi cerebro que hacían que no soportara ni mi propia respiración. Me pasé todo el domingo en el sofá, estirada mirando el techo sin valor para moverme porque sabía que en cualquier momento mi estomago renunciaría a todo. Mi único alimento 2 litros de agua, 2 ibuprofenos y toda la culpa y la vergüenza del mundo.

Dejé sonar el teléfono demasiadas veces hasta que mi cabeza ya no lo soportó más.

—¿Siiiii? —no creo que mi voz pueda llegar al otro lado.
—¿Vida? ¿Estás ahí?
—Siiiii
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Siiiii
—¿Cómo fue ayer?
—Si, emmmm…
—¡Por Dios! ¡Dime algo!
—Emmm…mamá…..
—¿Es guapo? ¿Tiene dinero? ¿¡Cómo es?!
—Mamá, es que ahora no puedo…
—¿Está ahí contigo ahora?
—No mamá….

Mientras intentaba mantener una mínima conversación con mi madre estiraba el cable del teléfono deseando que fuera lo suficientemente largo para llegar a la taza del wáter.

—¿Pero se puede saber qué te pasa?
—Mamá, no me encuentro muy bien y…
—No te habrás emborrachado. ¿No?
—Noooooo. Pero como puedes….

El cable estaba dando bastante de si y yo cada vez estaba más cerca de la taza.

—Entonces fue bien. ¿Lo conoceré?
—Ui, mamá, creo que corres mucho…
—Vale, ya entiendo. La has jodido otra vez. Y ahora mismo tienes una resaca que no te la aguantas.
—¡Nooo!

Me encontraba, por fin, ante la taza y tenía que colgar el teléfono como fuera.

—Nessa, eres un desastre. No puede ser que…

Pero yo ya no escuchaba nada. Así que colgué a mi madre sabiendo que eso iba en mi contra y permanecí más de media hora sentada en el frío suelo de mi baño con la cabeza metida en blanco mármol de la taza.

1 comentario:

Pe dijo...

Ay! a quien no le ha pasado algo parecido?? aunque por mi parte obvio lo de la llamada de mamá!

 

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