miércoles, 14 de octubre de 2009

De camino...

A veces me gusta volver andando del trabajo a casa. Hay días que necesito respirar, si es que se puede respirar en una ciudad llena de CO2.
Ando con la vista y la mente perdida, de una forma automática donde mis instintos me guían sin que yo tenga que prestar atención.
La gente te pasa por el lado, casi rozándote los brazos, con su rumbo fijo y sin observar lo que ocurre alrededor. Y cada uno de nosotros con sus pensamientos, con sus recuerdos, con sus sueños y esperanzas…
Me estoy poniendo demasiado trascendental.

En realidad me da por pensar en el día, en todas las horas derrochadas en algo insignificante y que no me va a llevar a ninguna parte, que no va a cambiar el mundo de ninguna mínima manera. Simplemente nada que haga correr las horas sin que te des cuenta y sin decepciones, como cuando estás a gusto.
Y pienso en lo que me he convertido y en lo que soñaba ser.
Pienso en lo claro que lo tenía todo cundo creía tener toda la vida por delante, lo llena de ilusiones que estaba.
El tiempo pasa muy rápido y llego a una edad difícil donde se supone que debes tenerlo todo claro, donde no se te permite el error de ser inocente, de soñar, de continuar teniendo tu mundo feliz…
Siempre te dicen “¡Por Dios Nessa, que tienes 30 años!” y eso se supone que debe funcionar, que debe volverte razonable. Es complicado en mi caso.
Hace un tiempo, no tanto, sabía perfectamente quien quería ser. Lo tenía todo planeado.
Y aquí estoy hoy, andando entre las calles que se abren a mi paso, pero que no me llevan demasiado lejos y me da demasiado miedo recordar ese pasado porque me doy cuenta que nada es como esperé.
Así que entro en el supermercado de camino a mi refugio y lleno una bolsa de colesterol y futura celulitis a parte de alguna que otra fruta para engañar a mi culpabilidad.
Continúo andando con mi chocolate en una mano y mi victimismo en la otra y me cruzo con una mujer que se tira de los pelos para poder dominar a los dos hijos que arrastra hacia el coche. La niña se pelea con su hermano por defender la honra de su Barbie que esté en peligro de ser decapitada como se descuide. En la mochila que lleva en la espalda asoma la cabeza de Kent, ese hombre perfecto.
¡Como ha cambiado mi idea de ese hombre al largo de los años!

Llegando ya al portal de mi casa vislumbro la figura de un hombre sentado en el primer peldaño. Aunque ya es adulto por su semblante, su pose y la sonrisa que me dedica se podría decir que no es mucho mayor que un niño de 12 años. Marc me espera envuelto en su aureola de frescura con la camisa por fuera del pantalón, con el pelo revuelto y con su mirada picarona.

—Llegas tarde. Llevo más de veinte minutos esperándote.

Y entonces entiendo que quizás no esté todo perdido.

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